A Carlos Manzo no lo mató el crimen organizado: lo mató la ausencia de Estado.

Publicado el 1 de noviembre de 2025, 23:30

La muerte de Carlos Manzo no es solo una pérdida humana ni un caso más de un asesinato político. Es un símbolo doloroso del país en el que nos hemos convertido: uno donde luchar por la paz significa firmar tu sentencia, donde alzar la voz incomoda tanto al crimen organizado como al propio gobierno y donde la esperanza se apaga entre la indiferencia de quienes deberían protegerla.

Carlos no cayó por casualidad ni por estar en el lugar equivocado. Cayó porque se negó a aceptar que la violencia es parte de la rutina nacional, porque creyó que un México distinto era posible, y porque tuvo la valentía de enfrentar la podredumbre que muchos prefieren ignorar. Su asesinato es una herida abierta, un recordatorio de que el silencio institucional también mata, y que la omisión puede ser tan letal como una bala.

Hoy, mientras la presidenta Claudia Sheinbaum habla de “continuidad”, de “transformación” y de “unidad”, el país se sigue desmoronando por dentro. Las comunidades viven sitiadas, los activistas son perseguidos, los periodistas desaparecen, y los políticos se refugian en el discurso, cómodos en la simulación. Es ahí donde radica la verdadera tragedia: en la distancia entre el poder y la realidad.

Sheinbaum no puede decir que no sabía. Nadie en el gobierno puede alegar desconocimiento. Los nombres, los rostros, las historias están ahí, todos los días.

Son las madres buscadoras que excavan la tierra con las manos, los defensores que reciben amenazas, los líderes comunitarios que son asesinados en carreteras o en sus propias casas. Cada muerte tiene una raíz política, porque detrás de cada crimen hay un Estado ausente, un sistema corrupto y una cadena de complicidades que llega hasta las más altas esferas.

Hablar de un narcogobierno no es exagerar: es reconocer lo evidente. El crimen organizado no solo controla territorios, sino también instituciones, elecciones, presupuestos y voluntades. Y lo más grave es que desde el poder se tolera, se niega o incluso se protege. Se repite la narrativa del “todo está bien”, mientras la gente vive con miedo, mientras la justicia se vende al mejor postor y mientras los muertos se acumulan como si fueran una estadística más.

Carlos Manzo fue un hombre que eligió creer en la paz, no como consigna, sino como proyecto de vida. Su lucha por Uruapan representaba la dignidad de miles que se niegan a vivir arrodillados. Y lo mataron, no solo por lo que hizo, sino por lo que simbolizaba: la posibilidad de un cambio real desde abajo, sin miedo, sin corrupción, sin pactos con el narco.

El gobierno federal debería estar de luto. Debería reconocer que su estrategia de abrazos sin justicia ha fracasado, que su silencio ante los crímenes es complicidad, que su incapacidad para garantizar la vida de los ciudadanos es una traición al mandato más básico del Estado. Pero en lugar de autocrítica, lo que se escucha son discursos vacíos, triunfalismo y propaganda.

La presidenta Sheinbaum tiene una responsabilidad histórica. No puede ser solo la heredera del poder, también debe ser la responsable de lo que ese poder hace —o deja de hacer—. Y en la muerte de Carlos Manzo, como en la de tantos otros, hay un Estado que no actuó, un gobierno que no cuidó, una presidenta que no habló.

La memoria de Carlos no puede quedar en el olvido. Debe convertirse en una exigencia nacional: justicia para él y para todos los que han caído defendiendo la vida. Porque mientras sigan asesinando a quienes buscan la paz, México seguirá siendo un país gobernado por el miedo, sostenido por la impunidad y administrado por la indiferencia.

Y si la presidenta Claudia Sheinbaum de verdad quiere representar un cambio, deberá empezar por romper el pacto de silencio que protege al narco y asfixia al pueblo. Deberá dejar de mirar hacia otro lado y asumir que cada muerte como la de Carlos Manzo también la señala a ella, porque callar, en tiempos de barbarie, es otra forma de gobernar con violencia.

Que descanse en paz Carlos Manzo, un valiente presidente municipal que entregó su vida por la paz de su natal Uruapan y que se convirtió en otra víctima de la ausencia de Estado y de un narcogobierno que nos duele a todos.


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